Los “ni-ni” son más de dos millones de jóvenes de 18 a 24 años que no trabajan ni estudian. Es un modo habitual de eludir la cuestión de fondo – en este caso una anomalía socio-educativo-económica formidable - tachándola de estigmatizante. Así, en lugar de abordarlo, se esconde el asunto. Nadie los acusa a los “ni-ni”.
En todo caso nos interpelamos a nosotros mismos, sobre todo al estamento dirigente ¿Qué nos pasa? ¿Por qué nos cuesta tanto entender que cuando el país – tras medio siglo de guerras civiles que nos retrasaron, ensangrentaron y posibilitaron la mutilación territorial en los cuatro puntos cardinales – logró organizarse y darle mínima estabilidad a sus instituciones, sumando la educación – con Sarmiento, “el padre del aula” y con Roca ‘el prohombre del progreso y la administración – el país argentino pegó un brinco – como decía Ortega y Gasset – tan colosal que en ese lapso culminante – 1880-1910 – fuimos el que más creció en todo el planeta, superando en ingreso per cápita a los Estados Unidos y a casi toda Europa occidental.
Bastaron la organización constitucional, la estabilidad institucional y la educación universalizada para nuestro empoderamiento como nación con un futuro espléndido. Sin dudas, la crisis de crecimiento – todos los organismos humanos, aún los institucionales, lo padecen, con alguna mezcla de corrupción (Joaquín V. González lo advirtió en su “El Juicio del siglo”)-, la Primera Guerra Mundial y cierta mirada corta de la dirigencia de entonces que no atinó a apostar fuerte a la transformación profunda aprovechando nuestras potencias, conspiraron para que esa Argentina prometedora y grandiosa se consumara.
Lo cierto es que esa Argentina de hace 140/120 años se fue vertebrando en las tres columnas consignadas, sostenidas por el más sólido de todos los cimientos: la cultura del trabajo, que implica esfuerzo, esmero, mérito.
La historia no debe ser usada para dividirnos en esta contemporaneidad, sino para orientarnos. Dicen – y dicen bien – que un buen diagnóstico es el principal y primer capítulo para la curación. Entonces, diagnostiquemos qué nos pasa hoy: el trabajo ha devenido en planes mayoritariamente holgazanes y clientelares y al trabajo a lo sumo en changas, para más de la mitad de los casi 48 millones de argentinos. Siete millones de conciudadanos sostienen esta sinrazón en base a cada vez más impuestos que cada vez menos se destinan a grandes obras o mejores servicios. Para completar el cuadro, la educación se ha venido abajo, cada día más raída, anacrónica, desligada de la realidad, infectada de ideología, carente de ideas entusiasmantes, motivadoras. En lugar de contener, la educación expulsa. La deserción no miente.
En 2014 John Holman, profesor emérito de la Universidad de York, Inglaterra, publicó “La buena orientación profesional” (The good career guidance) ¿Qué nos propone? Que todo instituto o escuela debe nombrar un ‘career leader’ – líder de carreras –para diseñar el programa de orientación profesional y coordinar el trabajo con los profesores, en todas las asignaturas. Todas deben incluir contenidos sobre el mercado laboral. Un ejemplo es sugerente: en Lengua se analiza el texto de avisos que buscan seleccionar empleados. Así apareció una oferta de ‘Chief Happiness Officer’, un puesto que inventaron los norteamericanos que desempeña un individuo que trabaja para asegurar la satisfacción de los empleados y aventar que quieran marcharse. Algo así como un buen clima interno para favorecer la productividad. Estudiando Lengua los alumnos descubrieron que el mundo laboral está en expansión, creando nuevos roles. Así, en vez de un porvenir de “ni-ni”, pueden atisbar que hay un futuro para ellos.
Uno de cada cuatro jóvenes argentinos ni estudia ni trabaja. El destino de esos millones de compatriotas está más que comprometido. Es sombrío. Pero ese no es un problema personal de ellos, sino de toda la sociedad argentina. En rigor, las sombras se ciernen sobre todo el país. Así no tenemos futuro. Salvo que cambiemos a fondo, comenzando por esos dos pilares que son trabajo y educación o, mejor, educación y trabajo. Por supuesto, que la base del cambio exige que mejoremos sustantivamente nuestra organización socio-política y el funcionamiento institucional. Son las cuatro patas de una nueva mesa a la que deberíamos sentarnos los argentinos más allá de rótulos partidarios. No caben diferencias si se trata de apuntalar la Argentina organizada, institucionalizada, educada y trabajadora.
¿Cómo puede ser que el Ministerio de Desarrollo Social no profundice la conexión entre los asistidos por multiplicidad de planes con las empresas, empezando por las pymes? Más todavía, debería existir un firme puente entre Desarrollo Social y las universidades públicas y privadas que incuban emprendimientos. Los ministros de Educación y de Desarrollo Social tendrían que reunirse semanalmente para evaluar el desenvolvimiento de los planes de orientación laboral y cómo van transmigrando planeros en trabajadores. Debería existir un gran equipo en el que interactúen ambos ministerios y el Consejo Federal de Educación.
La economía innova. Hay industrias y servicios que van feneciendo y otros que están emergiendo ¿La escuela puede seguir anclada o, peor, en franco retroceso?
Un tema colateral, pero esencial: deben extenderse las becas. Es uno de los caminos más genuinos para reducir la desigualdad. Hay que promover donaciones a un fondo – o varios – para otorgar becas e ir adjudicándolas en los últimos dos años del secundario, condicionado a los rendimientos y obviamente a que se concluya normalmente ese ciclo.
Muchas veces nos preguntan – con todo el escepticismo reinante – cuál es el programa. La respuesta es tan sencilla como desafiante: organización, institucionalidad, educación y trabajo.
Por Alberto Asseff
*Diputado nacional (Juntos por el Cambio)
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lunes, 13 de junio de 2022
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